HOMILÍA
Los cristianos que recibimos, en su día, la ceniza sobre nuestras cabezas y que hemos decidido entrar de lleno en este tiempo de conversión que es el tiempo de la Cuaresma, vamos avanzando en el camino hacia la Pascua de Resurrección. Las lecturas cuaresmales nos están poniendo ante el espejo de nuestra propia realidad y nos invitan, con la ayuda del Señor, a pedir perdón, a perdonar, a cambiar de vida, de actitudes y de comportamientos. Todavía nos queda un trecho de ese camino. ¡Ojalá que el cansancio no se apodere de nosotros!
La primera lectura la hemos tomado del libro del Éxodo y, como hemos visto, nos ha recordado lo que hemos conocido siempre como los Diez Mandamientos: No matarás, no robarás, no dirás falso testimonio y todos los demás que aprendimos cuándo éramos niños e íbamos a la catequesis. En esa catequesis, cuando recitábamos los diez mandamientos, terminábamos siempre diciendo que esos mandamientos se resumían en dos: “Amarás al Señor sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. El que ama, se acerca a Dios y se ocupa de su prójimo.
La segunda lectura, de San Pablo a los cristianos de Corinto, nos ha traído a nuestra memoria una frase del apóstol que no deberíamos olvidar nunca: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado”. No tanto a un Cristo obrador de milagros y de acciones maravillosas sino a uno que abraza decididamente la Cruz, que da su vida por amor a los hombres.
El relato del evangelio de Juan nos ha puesto sobre el tapete la escena de la expulsión de los que utilizaban el espacio del templo para hacer negocio y no lo veían como lo que era: una casa de oración. Cuando entremos en cualquier iglesia, fijémonos en el Sagrario en el que está Jesús, en el altar donde se celebra la Misa, en el confesonario donde se perdonan los pecados, en la Palabra de Dios. Iglesia, casa de oración.
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