HOMILÍA
Hoy es un día muy especial en nuestro calendario cristiano: por un lado, celebramos la liturgia propia del cuarto domingo de Adviento; por otro lado, (mañana) la Noche Buena. La espera de la venida de Jesús da paso inmediato al nacimiento de Jesús. Esperemos, sí, pero disfrutemos ya de lo que hemos anhelado durante cuatro semanas.
La primera lectura la hemos tomado del segundo libro de Samuel. El rey de Israel piensa en edificar una casa al Señor pero este le responde que las cosas van a ser, más bien, al revés. Será Dios el que consolidará un futuro para el pueblo de Israel: “el Señor te anuncia que te va a edificar una casa”, hemos escuchado. Está bien que nosotros hoy le ofrezcamos también al Señor la casa de nuestro corazón para que pueda habitar pero, sabiendo siempre que será él el que nos dé a nosotros un lugar en su corazón. Y esto es lo verdaderamente importante.
La segunda lectura, de San Pablo a los romanos, ha hecho referencia a esos siglos eternos en los que brilló la esperanza de una venida que colmaría los deseos de todos los seres humanos. Por eso, es bueno que le dediquemos “al Padre Dios, por medio de Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos”. Pidamos al Señor tantas cosas como necesitamos pero que, parte de nuestra plegaria, sea de alabanza, de glorificación, de gratitud, por tantos dones recibidos.
El relato del evangelio es el que escuchamos hace ya algunos días, en la Solemnidad de la Inmaculada. Dios envía su ángel para hacerle a María una propuesta inusitada: ser la Madre del Salvador, traer a este mundo a Jesús. María responderá que sí, que su vida y su persona las ofrece a Dios. Ante el milagro de toda Navidad, ofrezcamos a Dios también nuestras vidas y nuestras personas para que Jesús pueda nacer en ellas, en nuestro pueblo, en este mundo sediento de paz y de amor.
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