HOMILÍA
Tras la solemnidad de la Ascensión, que celebramos el domingo pasado, hoy la Iglesia nos invita a fijar nuestra mirada en aquella primera venida del Espíritu Santo que se derramó sobre los apóstoles, que se habían quedado huérfanos cuando Jesús ascendió al cielo. Un Jesús que les había prometido que no les dejaría solos; que, pasados unos días, recibirían la fuerza de ese Espíritu Santo que les recordaría lo que él les había dicho, que les ayudaría a comprender todo lo que les había enseñado. También hoy, este Espíritu Santo, viene sobre nosotros a través de los sacramentos. De una forma especial, en la Confirmación.
La primera lectura la hemos tomado del libro de los Hechos de los Apóstoles que nos ha contado cómo fue aquella venida del Espíritu, cómo hubo dos signos sensibles y visibles: uno, fue un viento impetuoso que llenó toda la casa. Otro, unas llamas de fuego que se posaron sobre la cabeza de cada uno de ellos. Hoy nosotros, cuando recibimos al Espíritu, no percibimos nada extraordinario pero sabemos que ha llegado hasta nosotros. Tengamos ese convencimiento pleno.
La segunda lectura, de San Pablo a los cristianos de Corinto, nos recordado que, cuando el Espíritu Santo llega a cada uno de nosotros, nos hace el regalo de unos carismas, de unos dones personales, que estamos llamados a poner al servicio de los demás. Cada uno recibe los suyos y la suma de todos ellos hace que la comunidad cristiana sea cada día mejor. Por eso, no los debemos guardar egoístamente sino ser conscientes de que, si nos llega un don, es para compartirlo.
El evangelio de Juan nos ha traído a nuestra memoria las palabras de Jesús: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Que el Espíritu nos ayude a pedir perdón y a perdonar.
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