
HOMILÍA
Todos los años, este dos de noviembre, recordamos, de una manera especial, a nuestros seres queridos ya fallecidos. Un día, más o menos lejano en el tiempo, murieron, dejamos de sentir su cálida presencia junto a nosotros. Y, antes de eso, aunque fueran mayores y estuvieran enfermos, sabíamos que estaban allí, que los podíamos cuidar, llenarlos de cariño, de atenciones, de besos y abrazos. Pero, cuando llegó el momento de su muerte, un gran vacío de apoderó de nosotros. Un vacío que sólo pudo ser llenado con el cariño y la ternura de ese Dios Padre que les acogió en su seno.
Hoy es un día para la plegaria, para la oración confiada. Recemos por ellos. La muerte nos ha separado, es verdad, pero el amor que les teníamos se hace realidad a través de esa invocación que hacemos a Jesús, muerto y resucitado. Nadie mejor que él sabe de nuestro dolor, de ese desgarro que se produce en nuestras vidas cuando perdemos a alguien que nos era muy querido. Él nos dará su paz, infundirá serenidad y fortaleza y abrirá nuestros corazones a la esperanza. Nuestra fe nos dice que no los hemos perdido para siempre, que un día nos volveremos a encontrar de nuevo.
“Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato” nos dice uno de los salmos de la Biblia. Bueno es que, el recuerdo que hacemos hoy de nuestros difuntos, nos enseñe a vivir, a aprovechar el tiempo, a hacer de nuestra existencia una ofrenda de amor. Si es verdad que un día el Señor nos llamará a su seno en el momento más inesperado ¿No deberíamos vivir conscientes de que somos finitos, limitados, frágiles? ¿Qué sentido podría tener el estar enemistados, el hacernos la vida más difícil los unos a los otros? Hagamos el bien, ayudémonos, sembremos paz y alegría a nuestro alrededor.
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