HOMILÍA
En este domingo, 24 del Tiempo Ordinario, la Iglesia nos invita a centrar nuestra atención en el misterio de la cruz. Hoy se celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Una fiesta que hunde sus raíces en el ya lejano siglo IV de nuestra era. Corría el año 335. El lugar, la Basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén. El día, un 14 de Septiembre como hoy. El día anterior había tenido lugar la consagración de la Basílica. Desde ese momento ya se podían celebrar actos de culto. Y el primero de ellos fue este acto público de veneración de la Cruz. El Obispo de Jerusalén, sobre un estrado, levantó, “Exaltó” en sus brazos la Cruz; y, ante ella, una inmensa multitud de pueblo fiel, imploró: “Señor, ten misericordia.” Esto es lo que nos dice la historia. Vamos ahora a acercarnos al contenido de las lecturas que hemos escuchado.
La primera de ellas la hemos tomado del libro de los Números, un libro del Antiguo Testamento que nos habla de la larga travesía por el desierto en busca de la tierra prometida. En ese camino tuvieron que afrontar problemas, dificultades, peligros de todas clases. Para superar todo ello, el creyente israelita acudía al Señor y reconocía en esa serpiente de bronce, colocada sobre un estandarte, el poder del Señor que era capaz de infundir en el hombre la capacidad necesaria para superar todos los obstáculos. Hoy nosotros tenemos también otro símbolo al que mirar, otro signo al que dirigir nuestros ojos y nuestro corazón en busca de ayuda, de consuelo, de fortaleza: Es la Cruz que preside nuestras Iglesias, nuestras casas o que llevamos con nosotros. A su lado, podemos descubrir el sentido y el significado de nuestro propio dolor y encontrar fuerzas para seguir adelante.
La segunda lectura la hemos tomado de la carta de San Pablo a los cristianos de Filipos. En ella les hablaba de cómo Jesús a pesar de toda su omnipotencia, a pesar de toda su grandeza, quiso vivir y morir como un esclavo. Y todo, por amor al hombre, a todo hombre. Al lado de este Cristo, que muere en la Cruz, nosotros podemos llegar a comprender mejor el sufrimiento y la pasión de esos otros Cristos que son nuestros prójimos. Prójimos crucificados por la incomprensión, por la marginación, por la enfermedad, por el hambre, por la violencia, por el rencor. Para ellos debemos ser Cirineos y Verónicas que ayuden a llevar la Cruz, que alivien, que conforten, que escuchen. Buenos samaritanos que sepan poner bálsamo en las heridas humanas.
Nos ha dicho el evangelio que Jesús no vino al mundo para condenarlo sino para salvarlo. Y hoy lo salvan aquellos que, como Él, saben amar hasta el extremo de dar la propia vida en el empeño.
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