HOMILÍA
El tiempo de Cuaresma está unido a un símbolo que todos conocemos muy bien. Es la ceniza. Depositada sobre nuestra cabeza indica que estamos dispuestos a renovar nuestra vida cristiana. No es fácil la tarea que tenemos por delante. De alguna forma, estamos inclinados al mal, al egoísmo, al orgullo, a la soberbia y, superar todo ello, nos exige esfuerzo. Un esfuerzo que necesita de la ayuda del Señor. Por eso, la cuaresma es también tiempo de oración, de escucha de la Palabra del Señor, de acercarnos al sacramento de la confesión.
La primera lectura la hemos tomado del libro del Deuteronomio. El autor le recuerda a su pueblo que, en el pasado, han sentido la ayuda del Señor. Por eso, les anima, a poner en su presencia, “las primicias de los frutos del suelo” en señal de agradecimiento. Recordemos nuestra propia historia personal y descubriremos cómo, también a nosotros, el Señor nos ha acompañado en los momentos difíciles. ¡Ojala que la Cuaresma sea, para cada uno, un tiempo para saber dar gracias por los bienes recibidos en tantos momentos de nuestra vida!
La segunda lectura, de San Pablo a los Romanos, nos ha impulsado a creer y a practicar, con los labios y el corazón, la fe que nos fue anunciada. En este tiempo cuaresmal, revisemos la fe que profesamos, la esperanza que nos mantiene en pie y la caridad que es el fruto de una fe vivida con pasión. El Señor nos tiende la mano. Agarrémonos a ella.
El relato del evangelio de Lucas nos ha hablado de las tentaciones de Jesús. También nosotros somos tentados en ocasiones. ¡Ojalá que, como él, las sepamos superar, haciendo nuestra, en esta cuaresma, la oración del Padre Nuestro! Esa oración en la que, entre otras cosas, le pedimos al Señor “que no nos deje caer en la tentación”. ¿Por qué no rezar esa oración, al principio y al final del día, como un compromiso?
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