HOMILÍA
Hay una frase, en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que habla del amor de la comunidad cristiana por San Pedro, el primer guía y pastor de la Iglesia. Él había sido encarcelado y su futuro parecía, realmente, sombrío. Y, entonces, la comunidad entera, sabemos, se propuso “orar a Dios insistentemente por él”. La muerte del Papa Francisco nos ha de llevar a hacer lo mismo: “a orar a Dios insistentemente por él”. Nos ha presidido, en el amor, durante doce años: sus gestos, sus palabras, sus enseñanzas nos han acompañado y ayudado a ser mejores cristianos. “Rezad por mi” era su frase preferida.
Orar por el Papa que nos deja es una obligación para todo cristiano. Pero, además, es bueno que nuestra plegaria suba al cielo para encomendar también a quien será elegido en el próximo Cónclave. No sabemos quién será, no conocemos todavía su nombre, es verdad, pero se convertirá en la persona que Dios nos regala para que nos marque el camino, para que continúe la tarea del Papa Francisco. Así, pues, oremos por quien, pronto, nos presidirá en el nombre del Señor.
Que nuestra oración por el Papa Francisco y por su sucesor, la hagamos al corazón de Cristo a quien, en este domingo de la Divina Misericordia, estamos invocando de una forma muy especial. Que a uno lo reciba en su casa del cielo y al otro le envíe la fuerza del Espíritu Santo para que anuncie a todo el mundo, que, tras la muerte, está la vida, está la Resurrección. Es lo que nos ha venido a decir el relato del evangelio de hoy: allí estaban las dudas de Tomás, el saludo de paz, el perdón de los pecados prometido y la presencia viva del Resucitado que nos envía al Espíritu Santo. Dejemos que penetre en nuestros corazones.
Que la tristeza que, en estos días, nos envuelve a los cristianos, no nos haga olvidar la alegría y la esperanza que la Pascua nos trae siempre.
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