HOMILÍA
Hemos escuchado las lecturas propias del cuarto domingo de Cuaresma. Un domingo que se le conoce por un nombre muy especial: Se trata, como sabemos, del Domingo “Laetare”, o Domingo de la Alegría. La Iglesia anima a sus fieles a culminar el período de penitencia cuaresmal pensando en la alegría de la resurrección de Cristo. Se llama Domingo de la Alegría porque así comienza la misa: “Alégrate Jerusalén”. Sí, pues, a la penitencia cuaresmal, pero sí también a la alegría de quien espera a Jesús Resucitado y al gozo del perdón que recibimos y damos.
La primera lectura la hemos tomado del libro de Josué que nos narra la llegada a la tierra prometida y a la alegría que todos sintieron cuando dejaron de comer el maná, que los había alimentado en el desierto, y comieron los primeros frutos en la nueva heredad recién estrenada. También para nosotros la cuaresma es tiempo de preparación, de esfuerzo, de cambio, pero, no lo olvidemos, es, además, tiempo de alegría por lo que nos espera al final del camino.
La segunda lectura, de San Pablo, a los Corintios, nos ha hablado de un tema que no puede faltar en la cuaresma. Si algo la distingue es la palabra reconciliación con los ojos puestos en el Señor y en el prójimo. El apóstol nos dice: “En nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios”. La mejor forma, quizás, es la Confesión. No la dejemos.
El relato del evangelio de Lucas nos ha contado una de las parábolas más hermosas de Jesús en la que aparece un padre que ama a sus dos hijos por igual. De un hijo, que descubre el amor del Padre, tras haberle abandonado y del otro hijo que, sin haber roto la amistad con el Padre, no había sabido descubrir, sin embargo, cuánto le estaba queriendo ese Padre. Estos hijos pueden ser un reflejo de cada uno de nosotros: sabemos que somos hijos de un padre que nos ama y nos perdona
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