« PLEGARIA EN EL 2º DOMINGO CUARESMA |
32 DOMINGO ORDINARIO
«DICHOSOS LOS POBRES EN EL ESPÍRITU»
Le oí al P. Schöekel, gran conocedor de la Biblia, que la mejor definición del Dios del A. T. es la que recoge el Salmo 146.9 "Protector de huérfanos y defensor de viudas".
Así manifiesta su bondad con las personas más pobres del Israel bíblico.
Y hoy las Lecturas de la Liturgia nos dan la lección cristiana, poniendo ante nuestros ojos, dos de estas viudas.
Pobres y generosas
Así son las dos. La ciudad de Sarepta, que aparece en la historia del Profeta Elías, en tiempos de una sequía asoladora, está recogiendo un poco de leña con que hacer una torta para ella y su hijo y luego esperar la muerte, porque no le quedaba nada para comer.
La viuda del Evangelio, (así la solemos llamar), en contraste con los ricos que daban buenas limosnas y con mucho ruido, depositó en el cepillo del Templo lo único que tenía: "dos reales".
Las dos son tan generosas, que se quedan sin nada.
Y descubrimos, en la sencillez del relato bíblico, que las dos son miradas con una gran simpatía. La primera, lejos de morir de hambre, obtiene tal bendición de Dios, que en todo el tiempo de la sequía no le faltará ni aceite, ni harina, para hacer sus tortas. La viuda del Evangelio recibió tal elogio de Jesús, que su actitud es lección permanente para todos. No importa el mucho o el poco de la limosna. Importa que el corazón sea generoso como el de aquella mujer.
Y nosotros, ¿qué podemos aprender de estas mujeres?
"Dichosos los pobres en el espíritu, porque vuestro es el Reino de los cielos"
Con esta Bienaventuranza nos propone la pobreza como el camino normal del cristiano.
No quiere el Señor que la gente viva en pobreza. Nos dio el mundo y nos dijo en las primeras páginas de la Biblia: "Creced, multiplicaos y dominad la tierra". El Plan de Dios exige que los bienes de este mundo lleguen a todos los hombres. Jesús se duele en el Evangelio de que a la gente le falte el pan y nos invita a compartir nuestros bienes con los necesitados. Así lo ha entendido la Iglesia y podemos decir con orgullo, que nadie trabaja y sirve con su vida a los más pobres como los hombres y mujeres de la Iglesia. Y pobres no son sólo los que no tienen dinero. Los ancianos, los enfermos, los niños, la gente sin derechos... son los pobres de nuestro mundo.
Pero la pobreza a la que nos invita el Evangelio es una actitud interior, que la vivió Jesús y que nos la enseñan las dos viudas de hoy.
Con Dios, con los hombres, ante las cosas
– Nos sentimos pobres ante Dios, pequeños, necesitados, dependientes. Mendigos porque lo necesitamos todo. Generosos con los otros, por- que nunca saldamos del todo la deuda de amor, que tenemos con Dios.
El prototipo de hombre pobre es el Publicano del Evangelio, (Lc. 18.10). El fariseo le pasaba a Dios factura de todo lo bueno que hacía. El publicano se reconocía pecador y no se atrevía a levantar la vista.
Nos sentimos pobres ante Dios si continuamente nos volvemos a Él para pedirle, darle gracias y reconocernos pequeños en su presencia.
– Somos pobres ante los hombres, si a nadie le miramos por encima del hombro. Aunque reconocemos lo bueno que tenemos, difícilmente nos sentimos superiores. Todos nos pueden ayudar.
Necesitamos de los otros. Nunca tenemos la conciencia de que todo se paga con dinero. Queda siempre un sentimiento agradecido que no se puede pagar con monedas.
Los pobres se sienten hermanos de todos y saben conjugar el verbo compartir, dar y recibir. Hay una opción evangélica por los pobres, que nos obligan a todos.
– Ante las cosas. Frente a la cultura del tener cosas para ser felices, el pobre goza con las cosas, como un regalo de Dios, pero goza más cuando las comparte. Para esto sabe educarse en una actitud cristiana que se llama austeridad. Saber decir que no alegremente y sin darle ninguna importancia a muchas cosas, que nos hacen sentirnos pobres de cosas y ricos de amor con los hermanos. Aunque querer ser pobres es difícil, se hace fácil cuando se cree en el Evangelio, que ha dicho: "Dichosos los pobres...". El ejemplo es María y mucha gente plenamente feliz, porque supieron fiarse de Dios y pusieron el corazón en Él y no en las cosas.
+ MONS. JOSÉ MARÍA CONGET