« PLEGARIA EN EL 2º DOMINGO CUARESMA |
XXII DOMINGO ORDINARIO
Después de un paréntesis de cinco domingos en el que hemos leído el evangelio de Juan, volvemos de nuevo a la narración de Marcos. Hoy nos encontramos de nuevo a Jesús acompañado de la gente y los discípulos, y enfrentado a los fariseos y maestros de la ley. Y todo ello en dos lugares diversos:
– La discusión con los adversarios se sitúa en un lugar público y ter– mina con una enseñanza dirigida a la gente (Mc.7, 1–15).
– La instrucción a los discípulos se desarrolla en privado (Mc.7, 17–23).
El pueblo judío estaba orgulloso de su Ley
Los judíos eran orgullosos y arrogantes respecto de su propia religión. Lo refleja el texto de la primera lectura: Israel no tenía ni una tierra libre, ni un gobierno independiente, ni un santuario al que acceder regularmente. Pero veía en la Ley una grandeza muy superior a todas las riquezas de los pueblos vecinos, pues en ella creía ver a Dios. Era tal su convencimiento que decía de sí mismo: “¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?”. Israel está convencido que la auténtica sabiduría proviene de la Ley, la única que proporciona a los hombres una doctrina sobre la existencia y la única donde se puede descubrir la auténtica felicidad.
El contraste con la ley
La liturgia de la Iglesia ha escogido este pasaje del Deuteronomio para subrayar el contraste con la ley –con minúscula– de los fariseos. La sabiduría que enorgullecía al Deuteronomio, se ha convertido en un ritualismo de lavar las manos, de aferrarse a la tradición de los mayores, de purificar vasos, jarras y ollas. Esta religión no da vida, ni hace que el hombre se sienta cerca de su Dios. Porque Dios no busca las manos lavadas de los ritos, sino que quiere encontrar corazones que acojan la buena noticia del Evangelio.
A Jesús no le vale una religión ritualista. Nos dirá que la auténtica religión no está en los labios sino en el corazón, no se encuentra en el culto vacío de contenidos. La bondad y la maldad del hombre salen del corazón.
El cristianismo no es una religión espiritualista
Porque el hombre es cuerpo necesita de signos externos para comunicar y expresar sus sentimientos y vivencias religiosas, pero no puede quedarse en la epidermis religiosa. El cristianismo es una religión sacramental en la que la relación hombre – Dios se manifiesta a través de signos concretos, que simbolizan y marcan la proximidad de un Dios que se ha hecho de nuestra carne. Pero no podemos caer en la tentación de una religión ritualista, externa y superficial.
Todo ser humano llevamos en nuestro interior un componente de in– seguridad que parece que se satisface con el cumplimiento exterior y así pensamos que garantizamos nuestra tranquilidad y paz, sin preguntarnos qué es lo que Dios nos da y nos pide.
Estamos viviendo unos años de cambio realmente espectaculares. Tenemos que evitar una corriente de religiosidad de normas y reglas, más de exteriorización que de cambio verdadero del corazón. Evitar el riesgo de volver a “aferrarse a la tradición de los mayores”, de reincidir en una religión de “preceptos puramente humanos”, desconectada del fundamento de nuestra fe que es Jesucristo. No debemos hacer “tabla rasa” de nuestras tradiciones, pero la riqueza del evangelio de Jesús no puede quedar encorsetada en leyes de “lavar vasos, jarras y ollas”.
Hoy, debemos contemplar las leyes no como el premio de una falsa seguridad ante Dios, sino como instrumento que nos conduce a vivir en la inseguridad de este mundo para descubrir vivencialmente nuestra seguridad en el Dios que nos ama. Hoy, se nos pide una relación con Dios, no desde esquemas preestablecidos, sino desde un peregrinar cotidiano marcado por el estilo de Jesús de cumplir “la voluntad del Padre”, desde la entrega generosa de nuestra vida a favor de un mundo más fraterno y justo. Hoy, no podemos caminar desde una vida religiosa marcada por la rutina de la tradición, sino desde la opción fundamental de nuestra vida enganchada en Jesucristo y que pasa por un amor profundo a la Iglesia.
Hoy, no podemos vivir una religión de “invernadero”, al margen de los problemas de los hombres; sino que tenemos que salir a las calles para anunciar alegría y esperanza a tantos corazones rotos, angustiados o desolados. Hoy, necesitamos abrir los oídos, para percibir el grito de tantos hombres y mujeres que sufren la pobreza y el desprecio. Hoy, es necesario que abramos nuestros oídos al silencio interior, donde escuchemos el mensaje de Jesús que promete libertad y lo sepamos pronunciar con palabras de inconformismo y de denuncia ante el mal de este mundo. Hoy, la grandeza de nuestro corazón está en abrir surcos de amor para llegar hasta donde podamos, e incluso para aspirar hasta donde no podamos.
Que Santa María, grande de corazón, nos ayude a vivir y crecer en la generosidad y entrega a Dios y al prójimo.
+MONS. JOSÉ MARÍA CONGET